jueves, 6 de octubre de 2011

Carlo Damián.

Respeto la divergencia de culturas, ideas y formas de pensar. Sin embargo, creo que ese reacio enigma de nuestra cultura popular por nombrar al primogénito tal como su padre, sólo representa una herencia maldita. Pues con el nombre (y por ende el apellido) viene una serie de responsabilidades no fundamentadas. El chamaco, en automático, se hace acreedor de todos los sueños truncados del padre. Ser el profesionista que él no pudo ser por falta de oportunidades, el deportista que siempre soñó hasta encontrarse con el alcohol, el mujeriego que la sociedad le reprimió llegar a ser.

Del mismo modo, siento una terrible animadversión por los nombres bíblicos. Juan, José y María, entre otros, se han convertido en nombres tan comunes que carecen de presencia propia. Ni se diga los estipulados en el calendario gregoriano. Así que la tarea para darle nombre a nuestro bebé se antojaba bastante intensa.

Compré un libro de nombres para alimentar opciones, pues hasta entonces no contaba con mucho material. Lo menos que podíamos hacer era pensarlo muy bien antes de nombrarlo. Así lo hicimos, con bastante paciencia y acuerdo entre ambos descubrimos la combinación. Su significado llena las expectativas y el sonido enfático reviste gallardía. Nadie me ha dicho lo contrario y no me importa, estoy convencido que escogimos un excelente nombre.

Carlo Damián me parece elegante y digno de guerrero de la edad media, o de político inglés, o de virtuoso músico, o de futbolista escandinavo, o de actor porno. Lo bueno es que no deseo cumpla mis frustraciones, espero simplemente sea él.


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