Estoy envuelto
en mi burbuja de alegría disfrutando el momento cuando me piden la ropa del
bebé. Titubeo recordando que al llegar a la clínica, con las prisas de la
urgencia olvidé bajar del carro la pañalera. Tengo que ir al cuarto donde me
vestí para quitarme los atavíos de operación y ponerme mi ropa. Lo que me
parece eterno. Salgo de las instalaciones y me encuentro con una lluvia
torrencial. Completamente mojado llego al vehículo para recuperar la maleta y
el paraguas que compré para estos imprevistos.
Regreso al cuarto
para cambiarme de nuevo y descubro que mis zapatos van dejando huella por el
pulcramente limpio y recién trapeado piso de la clínica de un fangoso lodo que
a cada paso se diluye. Esquivo las miradas de las desconcertadas enfermeras
para entregarle a una de ellas la ropa de Dante Adolfo. Así, me dispongo a
utilizar de nuevo los atavíos para quirófano y poder reingresar con mi esposa.
Por fin, logran
vestir a mi Príncipe Godo, quien no ha dejado de llorar con un tono mimado. Se
lo presentan a su mamá mientras el cirujano cierra la herida y yo me acerco
para tomar las últimas gráficas de aquel cuarto de operación. Salgo con el
recien nacido rumbo a la habitación donde pasará la noche y después de una leve
platica, enfermera y doctor se retiran para dejarnos solos. Momento glorioso
entre los viejos.
La ropa mojada
permanece tendida en el baño del cuarto esperando que pierda un poco de humedad
para volverla a utilizar, pasaré un par de horas más con la vestimenta de
cirugía incluido el gorro de panadero.
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