Las primeras noches me pasó inadvertido el comportamiento del bebé, entre mi madre y mi esposa lo atendían. Al llegar del trabajo, traté de pasar un momento con él ya sea dándole biberón, durmiéndolo e incluso cambiando algún pañal. Me di cuenta que a pesar de la inexperiencia soy muy bueno para realizar esas actividades. Lo tomo de los tobillos, retiro la zapeta sucia, limpio y le pongo una nueva con 1 sola mano. Sin embargo, eso no ha sido suficiente.
Una ocasión que acudimos al pediatra, me acerqué a la entrada de la clínica para que la mamá, junto con el bebé, fuera ingresando en lo que este humilde redactor conseguía estacionar el vehículo. Por las premuras, y admito que la falta de concentración jugó papel importante, olvidé bajar la pañalera conmigo. Cuando los alcancé, ella notó que me hacía falta y recibí mi primera llamada de atención pública.
Uno entiende que hizo mal, pero que se lo reprochen delante de toda la gente es vergonzoso. Las demás mamás se te quedan viendo como diciendo “Pinche desconsiderado”. Además realizan movimientos de negación con la cabeza mientras se susurran una a la otra. Me imagino que han de decir entre ellas, “Si así se porta ahorita que va naciendo no quiero saber en 10 años”, o el clásico “Pobre mujer, lo que le depara con ese huevón”. Todo ese espectáculo a pesar de ser el único hombre presente acompañando a su esposa. Están cabronas.
Desde entonces, y para evitar esos momentos embarazosos, salgo de casa con la pañalera al hombro y estoy pendiente de cuando se ofrece utilizar los aditamentos que la conforman.
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