Desde lejos miraba a mi esposa cambiar el pañal del bebé cuando se encontraba sucio. Como si tuviera tareas más importantes y fuera imprescindible mi presencia me apartaba de la dantesca escena. En alguna ocasión mi suegra me agarró desprevenido y cuando menos pensé me pegó de golpe la patada porque le quitaba la zapeta bien cargada y en su amplitud embarrada. Debo recalcar que lo limpiaba con singular maestría, lo que llamó mi atención.
Así, dispuesto a atender mis prolongadas pero inevitables obligaciones paternas me deshice del escrúpulo y decidí cambiarle el pañal a mi hijo. Cuando abrí aquel empaque y me percaté del amarillento contenido quise hacer una mueca demostrando mi nasal sufrimiento, pero por alguna extraña razón no me pareció asqueroso ni repugnante. Batallé un poco al deshacerme de la mancha, pero rápidamente encontré la pericia para concluir bien librado la tarea. Desde aquel primer pañal que cambié, cada ocasión que tengo oportunidad lo atiendo gustoso.
Sin embargo, al realizar esta nueva labor me di cuenta que la inexperiencia se apoderaba de mi esposa al momento de abordar la faena y terminaba por gastar hasta 8 toallas húmedas para limpiar el pequeño trasero de Carlo Damián. Meticuloso como siempre he sido, decidí perfeccionar la técnica y solamente utilizar 1, máximo 2 toallas al atender su higiene. Ahora, soy un experto y no me importa cambiarlo incluso cuando estoy comiendo. Lo que uno hace por sus hijos.